Rebecca

«Anoche soñé que volvía a Manderley». No sé si podría considerarse un comienzo digno de esas célebres listas que recogen los mejores arranques novelísticos, pero sí creo que continúa siendo uno de los más conocidos en la historia de la literatura y del cine.

Y es que muchos lo escucharemos directamente de boca de Joan Fontaine, sin poder desasirnos tampoco de la figura adusta de Lawrence Olivier interpretando al ambiguo Max de Winter ni de la sombra oscura de la señora Danvers con sus ojos inquisitivos y su perpetua cara de desprecio. De hecho, así me los he estado imaginando a medida que releía este clásico que, a pesar de ciertos puntos que hoy en día serían censurados por ñoños, barrocos, machistas, inapropiados, incorrectos y varios adjetivos que se me ocurren, no deja de ser una delicia por la que uno, a pesar del volumen de páginas, se desliza casi sin sentir.

La verdad es que el libro tiene muchos ingredientes para hacerse agradable. En primer lugar, el manejo de la intriga, la presencia de un ser misterioso que planea sobre la casa y que, a pesar de estar muerto y bien muerto, ejerce un poder inconmensurable, hasta el punto de que da nombre a la obra. En segundo lugar, la pintura de los personajes, especialmente la de la protagonista y narradora, que se retrata a través de gestos, palabras, silencios, con sus muchos complejos que la hacen convertirse en el contrapunto real de esa Rebecca, como Mary Poppins, prácticamente perfecta en todo.

Pero no es solo el retrato de esta frágil joven sin nombre (y sin dinero, y sin mucho mundo; o sea, un ser normal y corriente), buena observadora de lo que la rodea y mejor intérprete de los gestos de todo aquel que se le cruza («Noté un cambio casi imperceptible en sus ojos, algo indefinido, y me pareció haber captado algo íntimo que no me concernía»), capaz de detectar tantos matices (me encanta cuando describe a la señora Van Hopper «con la irritabilidad mezquina del paciente que no está verdaderamente enfermo» y luego «con la incansable energía del convaleciente»), esa recién casada advenediza que solo cobra confianza (no me peguéis) por la fuerza invencible del amor, sino incluso el de personajes secundarios como esa señora Van Hopper vacua, presuntuosa, impertinente, ridícula al decir «Me acuerdo de un escritor muy conocido que solía bajar corriendo por la escalera de servicio cuando me veía venir. Supongo que yo le gustaba y no se sentía seguro de sí mismo», y tan real que nos hacemos a la idea de su carácter solo con la frase «le gustaba la idea de dar quehacer y de que la compadecieran». Vamos, que me he acordado de más de una y más de dos solo con este exquisito detalle que se deja caer con absoluta naturalidad.

A esos personajes se suma una buena comparsa o coro que nos muestra a un fragmento muy concreto de la sociedad, una élite dedicada a visitar y devolver visitas, a pasar revista a los movimientos de cada quién, a jugar al golf y a la caza del zorro; una vida de molicie y tedio bastante alejada del común de los mortales pero a la que no me importaría apuntarme durante algún tiempo.

Por supuesto, además de la trama y de la profundidad de los personajes (me resulta especialmente entrañable el tándem Beatrice-Giles, su humanidad y sus defectos), que consiguen despertar nuestro interés desde el principio, la autora nos regala valiosas reflexiones sobre la felicidad, que «no es un bien que pueda atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo» (quizás se lo estaba diciendo Daphne du Maurier a sí misma. Pero esa es otra historia); sobre los caprichos de la imaginación, que «Son los enemigos de la amargura y del pesar y endulzan la soledad que nos hemos impuesto»; sobre la percepción del tiempo (cuando la narradora ve amenazado su futuro, explica: «Cada momento era una cosa preciosa que encerraba la esencia de lo absoluto»); e incluso, por qué no, sobre mí misma, que me he visto reflejada en las palabras de la narradora cuando dice sentirse «un poco avergonzada, como todos los que se apasionan por algo en lo que no sobresalen por falta de talento». Porque así me percibo yo en mi pretendida faceta de escritora.

No quiero dejar de lado el lirismo de ciertas descripciones, especialmente del espacio que rodea a Manderley, y de Manderley mismo, que, a la manera romántica, cambia según los estados de ánimo de la protagonista y en consonancia con los acontecimientos; que resulta otro personaje más («sus celosías bostezaban en su abandono», entre otras prosopopeyas cursis) para crear una atmósfera, más que inquietante, enfermiza, obsesiva, opresiva, a juego con actores como la señora Danvers, que se convierte en enemiga, en contrapunto de la candidez e inseguridad de la protagonista.

Porque, eso sí, los personajes malos (perdón otra vez, esta vez por la simplificación), el ama de llaves y Jack Favell, primo y amante de la fallecida, son malos de manual (la recomendación de Danny para el disfraz del baile es francamente perversa), mientras que el administrador de Manderley, Frank Crawley, solo puede ser un ejemplo de fidelidad y compostura.

En fin, que con estos mimbres el final tenía que ser feliz a pesar de los pesares, que son muchos. Es algo que hoy en día resulta extravagantemente antiguo, que De Winter gane la partida, que el amor triunfe.

Por eso me parece apropiado que al menos la casa arda ante sus ojos. Ese hecho puede entenderse como un nuevo símbolo del porvenir que aguarda a la pareja, que, sin el peso del pasado, será venturoso; pero yo prefiero interpretarlo como un acto necesario de justicia poética, la única que, al parecer, estaba dispuesta Du Maurier a admitir.

Elena Marqués

Daphne du Maurier (Londres, 1907-Fowey, Cornualles, 1989) es una escritora británica famosa por novelas como Rebecca (1938) y Mi prima Raquel (1951), ambas llevadas al cine. Las películas Jamaica Inn y Los pájaros, de Alfred Hitchcock, también se basan en relatos suyos.

Rebecca

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