Salir, salir, salir...

Soy especialista en tristezas. En ocultarlas. En intentar sortearlas. Como buena (o mala) parte de la humanidad, he tomado Prozac. Me he sentido sobrepasada por las circunstancias. Con absolutas ganas de morirme. Pero posiblemente, aunque lo hubiera intentado, no habría sido capaz de escribir un libro como lo ha hecho, con una valentía y una sinceridad abrumadoras, la joven escritora mallorquina Almudena Sánchez.

Fármaco lleva en las librerías unos pocos meses y ya está dando que hablar. Posiblemente porque su autora nos había regalado años antes un estupendo libro de relatos, La acústica de los iglús, y no queríamos perdernos lo siguiente que saliera de su pluma. También porque, tras sufrir la pandemia, conocíamos los datos crecientes de depresión y malestar psicológico de la población y necesitábamos comprender cómo podía lucharse contra algo tan grande como es levantarse o no, lavarse el pelo y ser incapaz de enjuagarlo, experimentar la desgana hasta límites enfermizos (es que es eso: una enfermedad con todas las letras, un mal que no se ve, del que no se puede mostrar la cicatriz y por ello es aún peor), hundirse en el vacío de pararse a pensar para qué vivimos[1] y no saber si en algún momento podremos remontar.

Así que a la lectura de este libro, este conjunto de fragmentos diarísticos, de retuits, de flashes, de transcripción de pesadillas, de conatos de notas de suicidio, de golpes de memoria («lo que intento es saltar hacia el pasado. Arrancarme el trampolín del pecho y hacerle un pequeño funeral a la madera temblorosa que me ha dado tanto»), de recuperación de recuerdos por si en ellos, en la infancia (el paraíso para algunos, el origen del infierno para otros), se encontraba parte de la explicación a este desequilibrio, me enfrenté con cierto pudor, consciente de que me inmiscuía en una vida arañada por el dolor, unos pasos que habían bordeado el precipicio, «El demasiado vértigo» (ese es el nombre del primer ¿capítulo?), pero que habían conseguido, tras un largo proceso, enfrentarse milagrosamente a todo ello, además de con la ayuda inestimable de la química, a través de otro medicamento que está al alcance de todos aunque no lo creamos: la palabra. Eso sí, siempre que se sepa emplear (me parece muy acertada esta expresión: «La que hablaba era mi madre; siempre habla ella, a pesar de que mi padre también dice palabras»). Y no me interesaba saber cuál de los dos tratamientos tuvo en la autora más efecto, si la combinación de Vandral Retard y Rexer Flas o el intento de encastrar subjuntivos y conjunciones en subordinadas coherentes y sin caer en la palabrería hueca, en la tonta repetición de lo mismo («Esa es mi lucha como escritora: la lucha contra el blablablá»), sino leer el producto final, que, aunque la crítica insista en que no resulta del todo triste, a mí me ha parecido devastador, y como tal lo expongo.

Me ha sido muy duro (creo que a todos los que hayan tenido alguna relación difícil con la familia y con el otro en general) escuchar la incomprensión materna, sobre la que profundiza de un modo, para mí, pudorosa por naturaleza, demasiado abierto; las enormes distancias con el mundo; el acoso escolar; el cáncer, del que siempre «se habla en susurros», a una edad en que la autora debería estar descubriendo y disfrutando del mundo. Y, como digo, todo ese recorrido sin eufemismos ni circunloquios. Imagino que como rebelión a la «mudez rabiosa» en que ella, y tantos, hemos sido educados. Aunque las constantes imágenes, de una triste belleza (nada tan gráfico como «botes de cristal con un grito dentro» para describir su «trastero de la locura», o este lacerante oxímoron: «Dr. Magnus lanzaba preguntas al aire dramático que se concentraba en la habitación»), contribuyan a suavizar sus efectos. Algo así como tomar un jarabe amargo diluyéndolo en la miel de la literatura.

Me han dejado desolada las referencias al suicidio como una presencia amable, como la salida del infierno; la vívida escena en la calle esperando el paso de un coche que por fin. Supongo que debe experimentarse la misma sensación cuando el dolor es físico, cuando se padece una tortura y prefiere uno morirse a continuar así, oliendo la piel quemada o viendo el muñón de las uñas arrancadas. Acabar cuanto antes. Me ha gustado conocer los nombres de escritores que han tratado el asunto, William Styron, Djuna Barnes, Virginia Woolf; el alivio del diagnóstico, esto es, de poder llamar a las cosas por su nombre, normal en una escritora, y de poder adoptar con libertad el derecho a la tristeza, que es algo que, en este mundo instagramero de hoy, se intenta evitar a toda costa. Como si tuviéramos la obligación de lucir una sonrisa hasta recién levantados o después de una diarrea.

Quizás me ha resultado un poco brusco el final, como si no existiera transición entre la depresión profunda y la curación, aunque eso debería simplemente (y egoístamente) alegrarme: saber que la recuperación es un hecho y que podremos contar con nuevos relatos de esa Almudena Sánchez irónica e inteligente que se trasluce también en este texto angustioso (ya digo que para mí lo ha sido) que, intuyo, ha sido escrito como complemento a una terapia propia y que quizás pueda servir a otros no solo a poner nombres a su enfermedad y a su dolor, sino a no sentirse tan solos.

Elena Marqués

Almudena Sánchez (Palma de Mallorca, 1985) es periodista y máster en Escritura Creativa. Como periodista, colabora habitualmente con reseñas y entrevistas en revistas y medios nacionales como Tales LiteraryOculta LitÁmbito Cultural o Culturamas. En 2013 fue incluida en Bajo 30, antología de nuevos narradores españolesLa acústica de los iglús (Caballo de Troya, 2016) es su primer libro de relatos. 

 



[1] Este párrafo es, para mí, fundamental: «Me subo en un bus y miro a los pasajeros y me sorprende: ¿qué hacen aquí subidos? ¿Ir de un sitio para el otro? Si estamos condenados. Antes o después moriremos. Nos comerán los gusanitos, las moscas con su trompa milimétrica y las liendres esas. Ya lo he entendido. ¿Para qué seguir? ¿Por qué el conductor participa en esta comedia de la mediocridad? Qué ilusos, se han subido en el bus para ir a alguna parte».

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Salir, salir, salir...

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