Saltitos

Aunque el título de esta obra de Manuel de Mágina nos da idea de su modestia y, a la vez, de cómo concibe su camino por la literatura, he de avisar al lector de que no son pequeños brincos juguetones los que nos encontramos en esta docena de relatos. La voz de este autor jiennense tiene una potencia que quizás ni él mismo considera. Pero aquí estamos para echar por tierra su propósito de permanecer humildemente en el anonimato.

Las historias que se suceden en este libro nos ofrecen sorprendentes retratos humanos metafóricamente camuflados en situaciones absurdas. Se ordenan, además, en un orden creciente que nos impide parar de leer.

Empezamos con una señora Paholiste que deja de ser una dama a pesar de la obligación de someterse al reglamento. Aunque los términos del contrato han quedado establecidos, es previsible que estos no supongan sino una mala atadura y que se rompan, e incluso que el que pague los platos rotos no sea precisamente quien osó saltárselos a la torera porque, al fin y al cabo, el cliente siempre tiene la razón y el chico de acompañamiento, ni siquiera derecho a un nombre.

Continuamos con una pareja que habla y habla hasta la extenuación e incluso en los lugares más inverosímiles; que se acompañan el uno al otro al baño y se acurrucan en una cama compartida con el marido de ella porque hay conexiones irracionales que se sobreponen a cualquier atisbo de lógica. Quizás solo sea el deseo de comunicación en medio de una asamblea de siluetas y sombras; quizás (esta vez sí) solo un juego excitante en el que todos obtengan un febril beneficio.

Luego centra nuestra atención el regalo de un hombre-pájaro que toca la guitarra enjaulado en la anchurosa cocina de una familia normal que acepta como normal aquella anormal convivencia. Pero aunque Willy esté abocado a vivir entre rejas es un pájaro «porque sabe "volar" muy alto» y posee el poder absoluto y evocatorio de la música, y eso es algo de lo que ningún miembro de los Bigard, ni quizás nosotros mismos, nos sentimos capaces. Ni de hacer música ni de volar.

Y aunque el tono del volumen es risueño y no deja de arrancarnos la sonrisa, a la vez nos sentimos incómodos, zarandeados por esas situaciones en que el hombre deja de ser hombre para ser objeto (o pájaro o gusano o rebaño) y los objetos devienen hombres (léase, para más señas, el último relato, «El novio era un frigorífico», o recuérdese el moflete ocre y las manos-cinta de la guitarra del hombre-pájaro cantor); donde nos sentimos víctimas del absurdo y del surrealismo cortazariano en que Mágina nos envuelve o al que nos empuja, acostumbrados como estamos a una vida anodina que nunca cambia de color (no como ocurre en «Dúo para Switch-Ruder», donde la transformación empieza por el extremo de los zapatos para convertir a sus protagonistas en personajes de su propio videojuego), sin darnos cuenta de que ella, la Vida, esa que llevamos como normal, posiblemente sea más ilógica que cruzar toda la ciudad en busca del medio tomate inexcusable para completar una ensalada, o emplear el dinero de un robo en comprar un sofá de cuero que adorne un galpón a medio derruir; que somos mucho más esclavos que Willy (de nuestro trabajo en cualquier B. Financial Investment Network) y que el miedo nos acecha sin necesidad de que un yogur de vainilla nos punce en el estómago o la amenaza de una colonoscopia nos aproxime en la antesala del médico hasta extremos verdaderamente peligrosos. Peligrosos al menos para la moralidad reinante.

Elegir uno de los relatos de Saltitos es difícil, y, de hecho, no me veo en el derecho de hacerlo. Algunos aterrizan en temas clásicos y dejan pasear fantasmas por entre las tumbas del cementerio, o se sumergen en el género negro con atraco y desenfunde de pistola; pero con una maestría indudable y novedosa (no la maestría, sino la forma de trazar el plan y las historias).

Pero quizás me quede con ese en que es el ansia de libertad lo que planea y se yergue en protagonista, «Cinco tomates y medio», en el que una Pepita Ramos ya conocida de su autor y de sus seguidores cruza la calle para enfrentarse a una situación inesperada, donde una estupidez tan grande como la urgencia de una mitad de sangrante solanácea produce la mayor de las tragedias.

El libro termina como los grandes desfiles de moda: con los trajes de novia. En este caso con una ceremonia burlesca donde el novio-frigorífico es conducido sin posibilidad alguna de participación. Habrá que preguntarle a Mágina a qué bodas ha acudido últimamente para hacer esta comparación tan hábil y a la vez tan hiriente, aunque mucho me temo que tales matrimonios terminen tan abruptamente como algunos de estos magníficos cuentos que os invito a degustar.

 

Elena Marqués

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