Silencio: se viaja
Si el lunes pasado dediqué unas líneas a comentar (como tantas veces) algunas cuestiones sobre la vocación literaria y los muchos motivos por los que una se pone a escribir, hoy saco a la palestra otra de mis actividades favoritas: el viaje.
Por motivos indiscutibles, entre los que no obviaré las exigencias de la economía doméstica, las muchas obligaciones que la vida nos «regala» (tomémoslo todo por el lado bueno) y el cúmulo de achaques que los años van depositando en nuestros lomos (porque eso de recorrer mundo cansa una barbaridad), no es algo a lo que podamos dedicarnos todos los días, aunque para mí la aventura se prolonga desde que se elige el destino, se busca información sobre él (con especial atención a la gastronomía y al entrañable mundo de los bares), se planifica cada jornada, se sueña, se deja de dormir por la emoción…, hasta que semanas más tarde se sorprende uno pronunciando palabras en un idioma extranjero, añorando los desayunos pantagruélicos como si no hubiera un mañana, echando de menos el cansancio y, por qué no, la lluvia, extrañando el color de los vitrales, el sonido del órgano en las bóvedas de las iglesias e incluso el agua templada de la ducha y la seriedad de los horarios europeos que ponen en peligro hasta las imprescindibles pausas para llenar el estómago.
En esta ocasión, nuestros pasos se han dirigido a la Ciutat Mondina (Toulouse para los amigos), atravesada por el Garonne, con sus fachadas de piedra rosa y las torres octogonales de Saint-Sernin, el convento de los agustinos y el de los jacobinos, donde está enterrado el teólogo de Roccasecca bajo una bóveda estrellada que te corta la respiración; el extraño campanario-muro almenado de Notre-Dame du Taur, situado donde, se cuenta, arrastró el astado en su martirio a san Saturnino, patrón de la ciudad; las salas y las escaleras del Capitole; las contraventanas pintadas de pastel...
Siempre volvemos de esos periplos diferentes a como nos fuimos, con los ojos repletos de imágenes inolvidables, la cabeza zumbante de ideas, datos y proyectos, sabiendo algo más de historia, de arte y hasta de economía, o reconociendo lo poco en realidad que sabemos de nada.
Quizás ese sea uno de los motivos más seductores por los que de vez en cuando deberíamos emprender el vuelo a un nuevo destino, aunque para ello veo imprescindible dejar muchas cosas en casa y salir machadianamente ligeros de equipaje, con la suficiente limpieza de mente como para estar abiertos a absorber lo que se nos cruza sin compararlo todo con nuestros propios patrones, sin juzgar cómo de bien o de mal se desenvuelve la vida de los otros, liberados de los famosos arquetipos tales como los franceses son antipáticos y los británicos fríamente educados mientras los italianos son guapos y mujeriegos. Me imagino que si encima sales de Europa eso debe acentuarse y extenderse a que ciertas culturas son inferiores a otras, o menos civilizas, yo qué sé. Tonterías de ese jaez que, desde luego, se arreglan viajando. Porque eso de vivir mirándonos nuestro propio ombligo es más pernicioso de lo que pudiera pensarse.
Quien se pare mínimamente a pensar, claro, que igual ese es el problema.