Sísifo
Siempre me ha atraído la mitología. Bastante menos los cuentos chinos, por eso de relacionarlos con el engaño y posiblemente porque, nacida en Occidente, bautizada con nombre heleno y criada a los pechos de la cultura greco-latina, apenas conozco otras leyendas que no sean los que conceden a Zeus la paternidad del resto de los dioses y denominan a las constelaciones y a las estrellas según los catasterismos o transformaciones de ninfas, héroes o centauros, a los que daría cualquier cosa por ver deambulando por los hayedos de mis particulares estíos, remojando sus pies en los regatos y llamando a mi puerta con apariencia humana y que eso me supusiera verme transformada en un hermoso tilo al final de mis días. Me encantaría tener la posibilidad de acompañar a Perseo en la fundación de Micenas, o asistir a su victoria sobre Medusa (me cae bastante gorda la gorgona) y disfrutar del nacimiento de Pegaso; seguir a los argonautas en su misión de encontrar el vellocino de oro, aunque tuviera que acudir a la Biodramina en vena para no vomitar en mitad del Helesponto; y ofrecer a Ícaro, pensando en la construcción de sus alas, un buen material ignífugo de última generación con que pudiera volar algo más alto y robarle su fuego cual Prometeo pero saliendo impune del delito. También, por qué no, vestir a la usanza, y calzarme coturnos (siempre me ha gustado interpretar), y arroparme en un buen himatión de lino y tomar un puñado de higos mientras espero la visita de las musas, que, a estas alturas del mes, se limitan a esconderse o a transformarse en Eco.
Sin embargo, mucho me temo que, de todas esas figuras del Olimpo y alrededores, la única que parece representarme es la de Sísifo, condenado el pobre a subir la misma piedra a la misma cima tal como yo pongo cada día las mismas comas y puntos en sus espacios correspondientes sin que varíen un ápice ni mi condición ni mi aburrimiento. De hecho, he recordado hoy un sonetillo jocoso que hice en el año 2000 sobre el particular, donde aparecen su sombra y la de otro desgraciado como Tántalo, condenado a su muerte a sufrir de hambre y sed junto a un lago de frescas aguas y frondosos árboles frutales sin que sus dedos pudieran alcanzarlos.
Sí, quizás sean esos dos mitos los que mejor me (¿nos?) expliquen, la rutina y la insatisfacción, así, simplificando un poco, aunque no tengo muy claro el interés de los dioses para maltratarnos tanto; qué les hemos hecho sino cantarlos, pintarlos, esculpirlos y contemplarlos en el cielo aunque solo sea el día en que esperamos, como agua de mayo (más bien de agosto), la ventura de las perseidas, que, si bien se piensa, otros relacionan con las lágrimas de san Lorenzo en su parrilla y ahí se nos acaba la poesía y empiezan de nuevo el sufrimiento y el dolor.
En fin, para no dejaros así todo el lunes, os planto aquí una parte del ¿poema? que os he comentado y me reservo el último terceto por si surge el milagro y de repente la piedra se aligera o mis dedos alcanzan los higos y las musas por eso de los milagros machadianos de la primavera. Va dedicado a todos aquellos a los que el trabajo les resulta una pequeña condena. A mí, al menos, me lo resulta.
De Sísifo y de Tántalo me entristo
por su tamaño esfuerzo y su deseo.
Yo en Tántalo y en Sísifo me veo
y en más humillación que el mismo Cristo.
Pues sé que sé, que pienso, luego existo,
que me sonríen hijos e Himeneo,
no entiendo del trabajo el alabeo
ni del Derecho el serme tan malquisto.
Mi languidez se extenderá cual río
al mísero confín del cruel Erebo;
ya de mi mente y ojos no me fío...
(Continuará.)
Elena Marqués