Tres mil viajes al sur
Josefa. Alberta. Blessing. Esperanza. Cuatro historias que transcurren en el sur, cuatro vidas que comparten un espacio luminoso y cerrado del que salir parece imposible.
En esa lucha se debaten sus protagonistas. Una lucha real, pues no hay en ninguna de ellas una actitud pasiva, si bien a Josefa la desesperación la conduce a tomar un último tren del que conoce su destino. Una lucha femenina, de mujeres anónimas y fuertes que ven como único medio para escapar de la marginalidad y la pobreza la educación (esa es la batalla que libra Alberta, que mira emocionada a los niños uniformados en el autobús soñando con que su nieto pueda estudiar en un centro mejor; que mendiga a la puerta de la iglesia para poder atrapar ese vehículo que la conduzca a otra ciudad que es también la suya pero no lo es), que reciben poco apoyo desde fuera. Las fronteras, trazadas por un muro y una vía, solo les permiten a veces mirar hacia el cielo.
A pesar del primer verso de «Correspondencias» de Anabel Caride, que antecede a la primera de las historias (por cierto, desde aquí mi admiración siempre por esta poeta que conmueve e ilumina; los seis poemas que nos regala parecen hechos como complemento perfecto al viaje), «Las ciudades son trenes que cruzan sin mirarse», hay un encuentro entre las protagonistas que hace que los cuatro relatos se conviertan en uno solo. Así, por ejemplo, Blessing asiste desde lejos a la impotencia de Josefa, una anciana agotada que va acortando sus palabras en cada capítulo hasta quedar el último en una simple oración que concluye con ese «Que Dios me perdone, como yo también lo he perdonado a él» que te hace agachar la cabeza.
No hay historias pequeñas en este libro, aunque se les dedique menos espacio. Ese es el caso de Angustias, que interrumpe por un momento la conversación de Sofía y Esperanza para contar someramente su propio drama. Realmente son casi la misma vida narrada desde distintos puntos de vista, desde distintas biografías de la desgracia, de seres que se vieron recluidos por obligación y para bien de la sociedad (de la buena sociedad, se sobreentiende) en un barrio que poco a poco va degradándose, que acoge lo peor del mundo de la droga; un gueto que tapan con un muro para que nadie pueda verlo, aunque a veces sus habitantes traspasan la frontera, toman el autobús y provocan desazón en el resto de pasajeros.
Porque en esa ciudad sin nombre que es fácil reconocer (las referencias, especialmente en su definición psicológica, en su idiosincrasia sociológica, nos lo hacen saber) y que puede ser otra cualquiera, pues estos desajustes son universales, se producen en ocasiones cruces y encuentros entre «clases» distintas con resultados diferentes. Y, como Manuel Machuca es un hombre optimista y luchador, no quiere dejarnos con mal sabor de boca. Si bien en la primera historia se escucha la voz de un ama de casa acomodada que ve la caridad solo como una obligación y en la segunda doña Genoveva, como una gran dama, intercede ante su yerno para que Sebas entre en su instituto (cosa que no sucede, como adelanta el subtítulo de ese segundo relato, «Cada niño en su barrio»), la inmigrante desesperada por encontrar a su marido (habría que hacer un paréntesis emocionado para escuchar su viaje hacia un norte que para ella vuelve a convertirse en sur) encuentra oído a su dolor en las monjas que cuidan a sus hijas mientras ella sigue con su busca y una policía que le recarga el móvil para que pueda comunicarse. Y Esperanza, como colofón, se levanta ante nuestros ojos como la mujer que pudo progresar. Ella y Sofía nos muestran la imagen de que todo es posible, de que con esfuerzo y confianza puede romperse la barrera que de vez en cuando atraviesa el autobús.
La novela termina con una larga lista de reconocimientos a todas aquellas personas que la hicieron posible. Creo que el lector debería hacer lo mismo: agradecer al autor que nos abra los ojos, que nos zarandee la conciencia, que nos haga ver otras realidades con las que convivimos y que continuamente olvidamos para vivir nuestra vida, llena también de preocupaciones, aunque mínimas si las comparamos con la que enfrentan las protagonistas de este viaje: la pura supervivencia. Y la dignidad.
Elena Marqués
Manuel Machuca (Sevilla, 1963) debutó como novelista con Aquel viernes de julio, a la que siguió El guacamayo rojo. Con Tres mil viajes al sur llega a ser finalista del Premio Ateneo de Sevilla en 2015. Ha publicado relatos en las antologías Relatos de farmacéuticos (2006) e Hidra verde (2015) y colaborado como articulista en Cambio 16 y Cuadernos para el diálogo. En 1997 obtuvo el Premio Periodístico de la Fundación Avenzoar.