Un soplo del Mediterráneo
Viajar por nuestras tierras es siempre delicioso. Subir a un tren ligero de equipaje, abrir un libro, observar cómo el paisaje cambia, desde los olivos al palmeral, desde la tierra al agua. Que la excusa sea dar a conocer una obra tuya es lo de menos.
Invitada por el aula abierta del club de lectura de la biblioteca Gabriel Miró, que gestiona una mujer inquieta e incansable como es Yolanda Sánchez Mateo, acudí el jueves a Alicante. Allí me acompañaron no solo mi amiga Carmen Pita, una anfitriona de lujo que hizo todo lo posible y más para que me sintiera como en casa, sino el clima maravilloso del Levante, las calles tranquilas de la ciudad, sus plazas y rincones henchidos de ficus, el Barroco de la iglesia de Santa María, el balanceo de los barcos en el puerto. Caminar por la orilla del Postiguet me descargó de las posibles tensiones de enfrentar a la tarde a un público dispuesto a recorrer conmigo El largo camino de tus piernas, a plantear preguntas, a encontrar los posibles fallos, a compartir, en fin, ese maravilloso placer de la lectura.
Debo decir que todo se me hizo corto. Quizás porque previamente habíamos recorrido las instalaciones, desde el despacho donde se conservan los muebles y los libros de Gabriel Miró junto al piano de Óscar Esplá hasta la enorme sala donde se guardan los fondos de esta importante referencia para los investigadores, con parada ante la estatua del escritor realizada por José Capuz y ojeada a la sala de lectura (hoy, al parecer, algo mermada), y el espacio empezaba a resultarme amable y casi familiar y el sentirse arropado y cómodo ayuda a sortear cualquier tormenta.
Por fin empezó la sesión, donde se habló de Alice Duchamps y de la fuerza del destino, de los puntos de vista, de sexo y de inocencia, de víctimas y verdugos, y el tiempo pasó tan rápido que al cabo nos vimos cenando en una plaza invadida por la vegetación y la tranquilidad.
Confieso que coger el tren el día siguiente se me hizo duro, a pesar de que me esperaba una nueva luz al otro lado de la ventana y un reguero de pueblos, entre los que se encontraba el de Miguel Hernández, que entreví precisamente el día en que se recordaba su nacimiento y yo interpreté como un buen augurio.
Sé que debería haber sacado algunas fotos de sus palmeras y sus huertos, del perfil de la sierra caliza de Orihuela, de la claridad matinal sin apenas nubes; pero la experiencia me dice que es imposible captar en un breve fragmento lo que esconde la luz. Así que seguí concentrada en mis lecturas.
En Murcia me esperaban más amigos y más emociones en un entorno de lujo: el Museo de Bellas Artes. En la mesa me sentí pequeña entre Luisa Núñez, presidenta de Canal Literatura que me observa y me acompaña desde hace años, desde que asomara tímidamente con mis relatos y mis poemas en los certámenes convocados por esa asociación que vela por las letras españolas; Ana M.ª Tomás, escritora y periodista en La Verdad; y Francisco Giménez Gracia, al que, si es un placer leer, aún mejor es escucharlo en directo.
Y qué decir de quienes luego se acercaron a que les dedicara el libro: amigos, escritores, familia…
Siempre digo, y esta vez lo repetí para que no quedara duda, que escribo para no tener que hablar; que la parte pública de la Literatura me aterra casi tanto como acudir al dentista. Prefiero dejar mis palabras a disposición de quien quiera acercarse a ellas, que descubran e interpreten, que disfruten de la lectura en la misma medida que yo lo hago del proceso de creación. Mis intervenciones ante un auditorio son breves y casi espontáneas, a pesar de la preparación previa, que es mucha. Pero, al enfrentarme a un grupo desde la tribuna, las palabras se evaporan de mi cabeza y atajo y corro (iba a decir «ando deprisa», pero alguien vendría a reconvenirme) con el único deseo de llegar al final, de poder hablarles uno por uno, de estrecharles la mano.
Y eso, a pesar de mi carácter retraído, es una de las sorpresas que me ha aportado escribir: múltiples encuentros con gente maravillosa; escenarios donde conocer, donde inspirarme para nuevas historias; paisajes de arenales y puertos escondidos; balcones donde desplegar banderas; olas que me ponen en mi lugar, que me recuerdan que solo soy una partícula diminuta que vaga en el universo y que, para ese viaje, las alforjas de la amistad y de la Literatura son siempre el mejor de los comienzos.
Elena Marqués