Utilidades de la playa

Definitivamente, no soy mujer acuática. En mi vida anterior no pude ser sirena ni ninfa ni náyade ni ondina ni cangrejo de río ni alga diatomea. Sin ir más lejos, la playa, que a tantos encandila, se me antoja como un cuadro bastante hermoso que admirar, pero desde fuera, mejor arrellanada en el salón de casa, el aire acondicionado a tope y las imágenes de arena-sol-calor-y-olas de una revista sobre el regazo, o incluso semovientes en la pantalla del televisor mostrando sus entrañas de peces y peligros. Sin embargo, un fin de semana más le reconozco su utilidad en estos años que se acortan según la Ley de Weber, pues allí los minutos se extienden infinitos y una, al ponerse las chanclas para volver y echar la última ojeada al blando vientre de las dunas, se hace consciente de que su día se ha visto regalado con alguna larga hora de más. Aunque la haya desaprovechado pensando en las musarañas o comprobando la flacidez de los cuerpos, del propio y del ajeno, y eso la lleve a reflexionar sobre el tempus fugit y el carpe diem y a sentirse un poco más en el engranaje de la historia pero eso qué puede importar a quién.

Es algo peligroso, el tiempo. Cómo se experimenta. Porque, pertinaz en su transcurrir e irremediable en sus consecuencias, pasa igual para todos (menos para Sofía Loren y Jordi Hurtado), si bien se vive como un hecho subjetivo. Quédate varias horas al amparo de una sombrilla de Decathlon viendo avanzar la tarde, subir la marea, bajar la marea, depositar el reflujo las medusas; concéntrate en el estudiado movimiento de la espuma, en el imperceptible cambio del color, del verde al azul al gris al plomo; comprueba la temperatura adversa del líquido elemento, símbolo del morir, meta del río; mira el reloj varias veces, y comprobarás que las saetas (aunque quién tiene un reloj analógico en pleno siglo XXI) no avanzan, sino que más bien parecen retroceder, y que el sol se ha anclado en medio de la bóveda celeste como un rojo hipervínculo a algún texto remoto y aburrido que nunca llegaremos a interpretar.

Sé que con estas palabras ganaré puestos en mi posición como bicho raro, pero a quién quiero engañar a estas alturas. Ya sabéis que no soy animal estático, sino viajero, incluso viajero sedentario (porque leer es vivir dos veces), y que lo que más me gusta, y ahora añoro, es el turismo cultural; que disfruto, mucho más que de la naturaleza, que estaba ahí antes que nosotros y que de vez en cuando nos muestra su extraordinario poder, con sus incontrolables catástrofes y su aún más indómita belleza, del artificio hecho por el hombre, pues, sabiendo de sus imperfecciones y sus defectos (no hace falta ahondar en ellos), es también capaz de convertirse en Dios y regalar su creación y hacerse inmortal, eterno como esa rítmica estuación sobre la costa que hace solo unas horas me adormecía.

Elena Marqués

 

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