Viajes
Esta mañana, a las cinco, estaba ya despierta, el silencio interrumpido por el canto maravilloso de un pájaro anunciando la próxima amanecida, quizás la cercana primavera. Me alegró su compañía, al mismo tiempo que me entristecía no conocer su nombre.
Los habitantes de la ciudad apenas distinguimos los sonidos de la naturaleza. Nos conformamos con señalar el zureo de las palomas, los saltitos de los gorriones, la nota oscura de los mirlos, el graznido de los loritos que alguna vez soltaron en el parque y que nos hacen creer en ocasiones que vivimos en el Trópico. Eso cuando el grito de los cláxones, de las sirenas (no precisamente las que convocaron a Ulises), de los jóvenes de botellona, de los aficionados agitando sus bufandas y banderas, nos conceden una tregua.
Siempre echo de menos un refugio fuera de la ciudad donde poder apreciar el cambio de las estaciones, donde asistir al crecimiento de los cultivos, asombrarme de la solemne pulcritud de los chopos pelados, presenciar el cambio del caudal de un hilo de agua. Por eso aprecio tanto algunos regalos, como unos audios que me envió no hace mucho mi amiga Lola Almeyda desde su mítico Sotiel. Cantos de pájaros . El silencio junto a la orilla. El crujido de las hojas bajo sus pies de mujer buena.
Este fin de semana he viajado al otro extremo de Andalucía y he descubierto que allí la luz es diferente. En mi transcurrir por la carretera he apreciado los cambios del paisaje, desde los mares de plástico de los invernaderos hasta el auténtico Mediterráneo, desde las colinas vestidas por genistas y espartales de la sierra de los Filabres a los almendros y los melocotoneros florecidos con su color rabioso junto al camino. Lo que nació como un encuentro literario (se presentaban en El Ejido dos libros de Playa de Ákaba, uno de Mónica Sánchez, El boli de firmar libros; y una antología dedicada a Virginia Woolf de la que formo parte) se convirtió en un viaje al fondo de la literatura, en un deseo de empezar a escribir algo nuevo, de leer con otros ojos los rasgos difuminados del horizonte.
Alejarse del punto en el que siempre estamos nos aporta perspectiva. Nos hace saber que el mundo no es solo la calle donde aparcas, la mesa donde extiendes tus papeles, el supermercado donde compras los fideos para la sopa. Ni siquiera la librería a la que tienes pensado acudir a escuchar a un poeta maldito. Aprecio cada vez más el viaje, desde los preparativos hasta el momento que nos aboca al regreso. En medio, siempre se extiende una gran llanura cargada de nuevos cuadros, acentos diferentes, palabras desconocidas hasta ahora, olores y sabores que será difícil describir sin recurrir al ensueño.
Hoy, por ello, me siento privilegiada. La vida es levantarse temprano, ducharse aún con los ojos aturdidos, fichar en el trabajo, esperar con ansia la hora de volver a casa; pero también discernir los momentos para establecer a tiempo esa cesura, abrir los oídos y los ojos, ver caer el sol sobre los bulevares, echar unas semillas de cardamomo en la infusión y planear la próxima escapada, ya sea al fondo de un libro o al centro mismo del universo. Quién sabe: es posible que en esa nueva aventura llegue a conocer el nombre de ese pájaro que hoy me anunció la próxima amanecida, quizás la cercana primavera.
Elena Marqués