Viajes (y serán ya 34)
No es buen momento para atravesar Castilla, en días como este. Fuera, las extensiones yermas donde acaba de recogerse el cereal parecen casi humear bajo un cielo hecho calima. El termómetro marca los cuarenta y a lo lejos se agazapa algún pueblo pardo, camuflado en el paisaje, apenas entrevisto sino por una torre de un castillo a medio hacer, una muralla quevedescamente mellada o el campanario esbelto de una iglesia que se empeñan en saludarnos antes de agonizar conscientes de su condición de espejismo. Un comentario del conductor sobre lo irremediable de la España vacía me hace pensar que, en el invierno, las tornas cambiarán, y las temperaturas serán también extremas, y recorrerán autovías y carreteras otros coches como este, que devora kilómetros en la impaciencia por llegar a su destino (en este caso en busca de un deseadísimo reencuentro), pero pasarán de largo. Si acaso pararán en un mesón (a nosotros la casualidad nos ha llevado más de una vez a un tal Juan Porro de San Pedro de Mérida, de nombre con reminiscencias bandoreriles) a reponer fuerzas, pedirán el menú del día, aprovecharán la pausa para estirar las piernas y ensanchar las mentes al contemplar en derredor la variedad de personas que los acompañan, sin darse cuenta, en el viaje: un grupo de jóvenes que piden bocadillos salvo uno, que da muestras de su personalidad demandando un plato de calamares (igual también para hacerse con ellos un bocadillo); una tropa de moteros que lucen en la camiseta el nombre de un club del Algarve y en los pies unas botas militares y en los rostros el color inconfundible de la libertad; una familia algo cursi que desentona en el ambiente popular del recinto.
No es buen momento para atravesar Castilla. O quizás sí. Quizás es siempre buen momento para recrearse en los cambios del paisaje cada cierta porción de kilómetros, para disfrutar de la sucesión de planicies y roquedos, para adivinar, tras la fila lejanísima de olmos, el anuncio fugaz de la frescura de un regato. Quizás es siempre buen momento para imaginar, en cada uno de esos personajes que ahora conversan en las mesas próximas, una vida muy distinta a la tuya, aunque compartan la ilusión del viaje, la ansiedad por llegar a su destino, y que solo cuando arriben, cansados de kilómetros y calor, a sus casas, recordarán, con esa especie de nostalgia azoriniana que a veces nos invade, la belleza que estos campos encierran, pues…
Las tierras labrantías,
como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos
de verde obscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegre de infantil Arcadia.
Antonio Machado, Campos de Castilla
Elena Marqués