Vocación y profesión
El otro día me molestó mucho (y eso que ya debería estar acostumbrada) escuchar un comentario desafortunado sobre esto a lo que me dedico: mi «hobby». Me defendí (¡vaya! Este verbo lo utilicé la semana pasada en la presentación de La espiral del caos, de mi compañero de editorial José Domingo Mora, para referirme a las Humanidades y a las Letras, esas disciplinas que viven siempre tiempos difíciles) como otras veces empleando una palabra seria, «vocación», término que la mayoría de los subconscientes relacionan con la que experimentan, por ejemplo, los religiosos que ofrecen su vida a la gloria y servicio de su dios; algo que, independientemente de las creencias de cada cual, nos merece todos los respetos y no nos hace albergar ninguna duda de que dichos seres han de atender esa llamada por encima de todo, dejando familias, entornos, comodidades, para dedicarse a ello, a su vocación. De ahí también el sentido del celibato, para tener disponibilidad absoluta o lo que laboralmente se conoce como dedicación exclusiva, pues la tarea, que no hobby¸ lo merece.
Sé que arrojo piedras sobre mi propio tejado si digo esto que voy a decir, pero, para quienes entendemos la literatura como una vocación, que, por qué no, debería convertirse en profesión siempre que eso no significara renunciar a lo que uno quiere decir, no venderse al gran público, «conformarse», pues, con esos lectores que aún buscan en los libros aquello que la vida no puede darles, o conocimiento y reflexión sobre la humanidad que nos define, o innovación y originalidad formal…, bueno, vosotros me entendéis; para quienes compartimos ese amor incondicional por los textos y su construcción, comparar, como digo, eso que centra nuestra vida con matar el tiempo aprendiendo, por poner un caso, macramé me resulta insultante. Jamás se me ocurriría pedirle a un sadhu que se olvidara por un momento de su camino de penitencia, donde él obtiene la iluminación y la felicidad. Me parecería una falta de respeto interrumpir su tiempo de meditación, que es prácticamente todo su tiempo, para que atendiera una necesidad mía, como la de asistir a la presentación de un libro o a una lectura poética, pues lo que para mí puede ser un momento maravilloso a él le puede parecer una terrible pesadilla.
Eso es así. No somos iguales por mucho que lo repitamos. Lo seremos (y solo en teoría, como comprobamos cada día) ante la ley, gozaremos de los mismos derechos civiles, sociales y políticos; pero ni tenemos idénticas capacidades (otro tema que duele, pero que hay que aceptar con deportividad) ni gustos parecidos. Faltaría. Y eso, además, debería alegrarnos, pues la variedad nos enriquece. Si no hubiera personas con vocación médica (ahí también lo veis claro, que se trata de una vocación con categoría de profesión, que por ser precisamente lo primero resulta, económicamente, bastante maltratada), nos moriríamos a la primera de cambio; si no hubiera personas que disfrutan construyendo edificios, aún viviríamos en cuevas. Y si no hubiera gente que necesita expresarse y hacer Arte, esa manifestación superior y absolutamente inútil y de ahí precisamente su grandeza, no podríamos quedarnos hipnotizados ante Las meninas de Velázquez, no lloraríamos a moco tendido escuchando a Beethoven, no le daríamos la vuelta a los libros de Juan Rulfo en busca de sus mecanismos mágico-fantasmales.
No sé si aspiro a eso. Bueno, sí lo sé, y la respuesta es que no. Nunca llegaré a crear una obra maestra. Entre otras cosas porque eso supone por mi parte una exclusividad, un celibato, que no puedo asumir. Pero eso no quita que me vuelque en mi vocación como si no hubiera un mañana según me enseña un adagio horaciano convertido en tópico literario, uno de los más útiles y actuales porque hay sentencias que nunca mueren: carpe diem. O, como recomendaría años más tarde Robert Herrick (¿quién no recuerda a Robin Williams recitándolos en la película de Peter Weir?),
«Coged las rosas mientras podáis;
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis
mañana estará muerta».
Elena Marqués