Y septiembre
Desde que llegué de las vacaciones me han asaeteado con la pregunta de qué estoy escribiendo ahora. Eludiendo cualquier contestación que me obligue a seguir con el tema, respondo que ando corrigiendo cosas (una novela negra, otra que no sabría clasificar, aquella que quedó finalista en un famoso premio y que espero publicar algún día...) y esbozando relatos para esas antologías en las que participo y que imagino pocos leen. Quizás porque ni yo misma les dé la publicidad necesaria o porque ni siquiera lo considere digno de mención. Todo sigue siendo para mí un gran ensayo de lo que me gustaría ser algún día.
En cualquier caso me doy cuenta de que no me apetece hablar especialmente de lo que hago. Cambio de tema, doy un sorbo a mi cerveza, miro al infinito, pregunto por las vacaciones ajenas. Es complicado decir que no puedo emplear las mías en la cuestión literaria pues carezco de los medios necesarios. Ni conexión a Internet para la inexcusable documentación que toda obra precisa; ni tiempo, que empleo más bien en la lectura, el divertimento, el paseo, la buena comida, la observación y el disfrute de la familia y los amigos. Todo eso es, al fin y al cabo, material para próximos experimentos literarios. Además, intento convencerme de que no debe escribirse en caliente, sino dejar reposar lo visto y vivido, despojarlo de lo accesorio, remozarlo para convertirlo en algo nuevo que se diferencie de su fuente de emisión, que sería la que anda aquí tecleando sin atreverse a llamar a las cosas por su nombre.
Y es que, en realidad, la literatura, y lo que conlleva, es también un trabajo agotador, y de vez en cuando hay que detenerse. Yo lo hago en pocas ocasiones, como en este mes que nos ha calcinado los cerebros con tanto calor y quebraderos de cabeza postelectorales. Y, aunque en años anteriores me parecía que así solo andaba perdiendo el tiempo, me he convencido de que, en realidad, es todo lo contrario. No sé desde cuándo no disfrutaba tanto estudiando el perpetuo movimiento de las olas, preguntándome qué esconderá aquella bruma que avanza tan despacio, mirándome las uñas de los pies mientras floto en el agua, esquivando vacas mugidoras, oteando ciervos (o más bien intentándolo), fotografiando flores silvestres o hablando con la vecina ocasional del pueblo sobre el tiempo que hará mañana. Ignoro si eso dará para un poema, pero, desde luego, no abre camino a ningún argumento medianamente intrigante.
Quizás ese sea el motivo de que, al final, casi todo lo que acabo narrando termine mal. No en el sentido de que concluya sus días en el cesto de la basura, sino que en mis relatos cunden el drama, la perturbación, el personaje atormentado, el loco peligroso. Y de repente he intuido la razón de estos despropósitos psicológicos y he llegado a la conclusión de que, si escribiera en verano, igual mis personajes se tornarían bondadosos, engordarían a base de cocido, divertirían con sus chanzas entre vino y gin-tonics. Pero, como acabo relegando esa tarea de la escritura a los meses en que la vida no deja de ser una sucesión de jornadas laborales aburridas y a veces exasperantes, es entonces cuando, a lo míster Hyde, se me subleva el carácter y me brota por todos los poros la mala leche, pues me aburre el entorno laboral, me asquea el tráfico matutino, me deprimen las prisas, me perturban las redes sociales, y daría cualquier cosa por sumergirme en un Año sabático (por cierto, título de esa novela de género incierto que antes saqué a colación) y seguir, si no en biquini y chanclas (igual en algún momento se acerca el invierno), sí en chándal y zapatillas, con un libro en la mano y una infusión cerquita, sin más ocupación que ver deslizarse las nubes y esperar a que pase el panadero.
Por eso, y aunque parezca frívolo, ahora pongo todas mis esperanzas en el cupón de la ONCE de los viernes y el sorteo de la Primitiva de cualquier día que acumule un buen bote, pues, cumplida ya la realización laboral (oigo risas), sabiendo bien lo que es estudiar, trabajar, criar niños y quitar el polvo de las estanterías, me queda experimentar ese estado beatífico del aburrimiento, al que me he aproximado poco pero intuyo esconde algo parecido a la felicidad.
Elena Marqués