Yo confieso
Con nuestra cortedad de miras y nuestro singular egocentrismo, creemos que el mundo empieza y acaba con nosotros. Uno nace y la tierra se despierta; la recorre durante un puñado de años y, al detenerse, la luz se apaga. Cuando adquieres algo, una vivienda de segunda mano, por ejemplo, no te das cuenta de que antes que tú alguien más la ha habitado, y que los dolores que aquel experimentó son muy distintos a los que ahora la recorren, y las alegrías, de otro cariz a las que hoy tu sola presencia les confiere, y que todo eso ha trazado una historia mayor, llamémosla «absoluta», a la que cada habitante y cada poseedor han contribuido en mayor o menor medida.
La de Adrià Ardèvol en Yo confieso, esta obra magna de la literatura, no es solo la de un niño que se crio entre un hogar sin amor y una tienda de antigüedades en la Barcelona de la posguerra y que ya en la vejez se sienta a recordarla y escribirla, sino la de todos aquellos hombres y mujeres que por un instante hicieron vibrar las cuerdas del storioni que guarda su padre en la caja fuerte del despacho, desde el momento en que germina el árbol que nos cederá la madera para su construcción en Cremona hasta la visita de Matthias Alpaerts de Amberes reproduciendo la conmovedora historia de sus hijas y la suegra acatarrada que no paraba de toser.
Pero Jaume Cabré es consciente de que ese ciclo vital es inagotable y por ello da «por definitivamente inacabada esta novela el 27 de enero de 2011, día del aniversario de la liberación de Auschwitz», uno de los lugares que dejó su impronta en el violín coprotagonista de esta historia y que, como un contrapunto más en la obra coral, ayuda al narrador del libro a construir su tratado de filosofía sobre la naturaleza de la maldad humana. Porque la novela de Cabré es una profunda reflexión sobre ese tema maldito y otros tantos tan esenciales como el amor y su ausencia, la amistad, el odio, la venganza, la infelicidad, la hipocresía, la mentira, la crueldad, el miedo, la soledad, la traición, la falta de escrúpulos, y también la conciencia, representada en unos muñequitos infantiles con los que el protagonista dialoga.
Leer Yo confieso requiere por nuestra parte cierto esfuerzo de atención. No hay una línea sostenida, una sola melodía, sino una superposición de armónicos en la que las voces y los tiempos se mezclan para ofrecernos un tapiz trabado en el que tirar de un hilo supone conocer la historia de Jachiam Mureda, «cantador de la madera», y acariciar un doblez la del doctor Eugen Müss, médico de Bebenbeleke, o la de Konrad Budden, a quien años de entrega para reparar sus acciones no lo eximen de culpa, aunque sea la biografía del profesor Ardèvol la que nos conduzca en esa enorme confesión personal a su amor Sara Voltes-Epstein, de la que una mentira lo separa durante años y un desencuentro a causa del violín maldito los vuelve a desunir.
Debo admitir que en algún punto de la lectura me sentí perdida y no sabía qué personaje se enseñoreaba en ese momento de las páginas, hasta que me di cuenta de que tal confusión es necesaria a la intención última de la obra y nos confirma que los tipos de hombres se repiten, sus hechos se repiten, e incluso sus nombres se repiten, pues lo que Jaume Cabré traza en ese lienzo poliédrico y multidimensional con absoluto acierto es a la humanidad misma incapaz de rectificar en siglos, por la que Adriá Ardévol, al borde de la enfermedad y de la muerte, pide perdón («confiteor») en su nombre.
Reconozco que, aunque los padres del protagonista resultan antipáticos e insensibles, le dejan como legado una casa llena de literatura y de música, un refugio permanente para Adrià y para muchos de los que nos acercamos a Beethoven y a las páginas de los libros. En esa vivienda-refugio descrita con minuciosidad se recoge buena parte del conocimiento humano («Y convocó a Bernat para que los ayudase a pensar en un orden ideal, como si Bernat fuese Platón, él, Pericles, y el piso del Ensanche, la bulliciosa ciudad de Atenas»). Es un centro de saber, cerrado y triste, apenas esclarecido por «el efecto del sol, que huía por poniente, por la parte de Trespui, e iluminaba con un color mágico la abadía de Santa Maria de Gerri», cuadro que regalará a la única persona de la casa que le mostrara su lado dulce, Loca Xica, de la que no puede desprenderse más allá de la muerte y la demencia.
No puedo añadir mucho más a este libro comparable a las grandes obras de la humanidad, a un retablo compacto que apreciamos de un solo vistazo para pararnos en cada uno de sus encasamentos desde la predela al ático. Todos los personajes son de carne y hueso y todas sus voces confluyen en un miserere profano y único que nos hacen descubrirnos ante un escritor verdaderamente grande.
Elena Marqués