Descubrimientos que me gusta compartir

Hay un refrán que me ronda siempre la cabeza, y es ese de «Nunca te acostarás sin aprender algo nuevo». Que ni siquiera sé si es tal como queda aquí enunciado, pero que dice más verdad que un santo, pues precisamente, buscando su forma más extendida, no solo he descubierto que circula esta otra, «A la cama no te irás sin saber una cosa más», sino que ese inigualable recurso que es el Centro Virtual Cervantes cuenta con una sección de paremias, que incluye variantes e hiperónimos (ya tiene el lector algo nuevo con que acostarse hoy), y encima plurilingüe. No me diréis que no os informo de cosas prácticas.

Una de las novedades con que últimamente me he topado, aunque me dé vergüenza confesarlo a estas alturas del medio siglo, es con la figura indefinible de Macedonio Fernández. Y más ahora, avanzando el XXI con sus perejiles de posmodernidad, en que nos pegamos por publicar, pues él, al parecer, no le dio importancia alguna a tal hecho y sí que se la concedía, y mucho, al pensar; acto en el que, en general, no nos detenemos todo lo que sería menester. Vale que el argentino era filósofo, y en ellos, en los filósofos, se espera una condición reflexiva; actitud nada dañina (¿o sí?) de la que deberíamos tomar nota en estos tiempos vertiginosos en que hablamos antes de pensar y así nos luce el pelo. Pero a lo que iba. Entre esas obras de Macedonio Fernández que en vida permanecieron inéditas está su Museo de la novela de la eterna, compuesto por 56 prólogos y 20 capítulos. No me digáis que no os llama la atención.

Yo, en mi ignorancia, y siguiendo un poco el sentido del humor de Macedonio, que, al parecer, era mucho, pensé: «Pues ya está, yo, que he escrito varios (a prólogos me refiero esta vez), los reúno todos, busco un hilo conductor-ordenador, y lanzo un nuevo libro», como si ni hubiera aprendido nada de eso que acabo de escribir en el segundo párrafo de para qué darse prisa en publicar y de pensar antes de etcétera.

La cuestión es que, para más inri, lo poco que he leído del Museo de la novela de la eterna me ha envuelto en el debate, también eterno, sobre el significado de la literatura, su utilidad o su absoluta inutilidad, sobre escribir sobre la realidad o crear una propia huidobrianamente hablando («Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando», don Macedonio dixit), sobre el sentido de la vida y si somos individuos dignos de individualidad o parte de un todo o si es el azar el que unos minutos después de descubrir al argentino me ha puesto en las manos ciertas palabras de Rodrigo Fresán como «¿se detiene un libro cuando se lo deja a un lado o son los libros máquinas de movimiento perpetuo que funcionan sin necesidad de los lectores?» (no voy a contestar a eso) y/o «los escritores no hacen otra cosa que recordar algo que se les ocurrió o que les ocurrió o que no les ocurrirá nunca, pero que ahora ocurre mientras escriben».

Resumiendo: que en estas revelaciones me hallo, planteándome la ya descubierta antinovela, la nivola o la contemplación callada, que es la única posible (voy a tener que empezar a proponerme seriamente la contención calificativa). Y, por supuesto, con el firme propósito de seguir al refranero en eso de aprender cada día algo nuevo y otras muchas cosas útiles, tales como no dejar para mañana lo que pueda hacer hoy, a las que sumaré ciertos consejos que sigo descubriendo por ahí y que me gusta compartir en este alféizar, como la frase de Roberto Arlt en El juguete rabioso «Yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida».

Total, no se pierde nada en probarlo. A ver lo que da de sí.

Elena Marqués

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