El aburrimiento (sin Lester ni nada)

No hace mucho, en la recién creada revista digital Aforist@s, me permití reseñar un libro diminuto (solo en formato) de Rosendo Cid titulado El aburrimiento no está hecho para gentes con prisas. Y, como a veces un asunto al que no se le había dado demasiada importancia empieza a despertar nuestro interés, el del aburrimiento se convirtió, a lo largo de la semana siguiente, en tema de conversación matutina. Así, un compañero de trabajo, llamémoslo A., sacaba a colación las vivencias compartidas por otra colega de profesión, llamémosla C., que se embarcó en una extraordinaria aventura laboral en un país africano tan alejado en todo de nosotros que imagino sus primeras impresiones y el impacto que le causó, hasta el punto de que, más que en otro continente, creía haber aterrizado en un planeta distinto. Al parecer, entre las muchas singularidades que había descubierto, lo más llamativo para ella habían sido las horas que podían emplear algunos lugareños en la sola ocupación de verlas pasar. Según reflexionaban ambos, A. y C., una de las veces en que la segunda regresó a su tierra, esa quietud sin finalidad aparente de algún modo les alargaba la vida, lo que nos retrotrajo a A. y a mí a las vivencias infantiles de, por ejemplo, las vacaciones estivales, a recordar lo mucho que nos aburríamos en aquellos días sin término, a evocar el bostezo interminable como manifestación de un hastío no tanto doloroso como extenuante y fastidiosísimo.

Mientras hablábamos de eso se me vino a la cabeza una de mis últimas lecturas, de las más provechosas en esta etapa en que casi nada me satisface. Me refiero a la obra publicada por Edhasa bajo el título Trilogía mediterránea, de Lawrence Durrell, que recoge las impresiones del escritor británico sobre tres islas del Mare Nostrum, con su historia y sus leyendas, sus paisajes y su inevitable atractivo ancestral. Todo retratado desde una minuciosa y detenida contemplación. El último de esos libros, Limones amargos, es el dedicado a la, en el momento de su estancia allí, efervescente Chipre, donde el autor compra y restaura una vivienda en el pueblo de Bellapais. Ya el nombre de la localidad en sí me resulta hermoso y evocador, y la imagino bajo una luz insultantemente azul y habitado por unos peculiares habitantes. Pero, si alguna vez viajara a la isla, solo me gustaría llegarme hasta allí para conocer lo que Durrell llama, imagino que porque ese es su verdadero nombre, el «Árbol de la Ociosidad», al que dedica todo un capítulo y sobre el que uno de los personajes nos advierte. No, no deberíamos resguardarnos bajo sus ramas si tenemos alguna intención provechosa, pues «su sombra lo incapacita a uno para todo trabajo serio». Y continúa:

Por tradición, los habitantes de Bellapais son considerados los más perezosos de la isla. Son todos dueños de tierras, bebedores de café y jugadores de cartas. Por eso viven hasta tan viejos. Nadie se muere aquí. Pregúntele al señor Miel, el sepulturero. La falta de clientes casi lo ha llevado a la ruina…

Supongo que ese «nadie se muere aquí» no deja de ser una de esas exageraciones a las que el clima y la actitud mediterráneos nos tienen tan acostumbrados, pero igual es que esa fuente de la eterna juventud tan buscada desde tiempos inmemoriales está al alcance de cualquiera y se esconde en una versión más pausada de nosotros mismos. Sí, quizás todo consista en renunciar a esa experiencia tan occidental del paso de los años (ya lo dice el refrán: «El tiempo es oro») y limitarse a vivir.

Sé bien que una cosa es la teoría y otra muy distinta la práctica, pero, desde luego, tanto la lectura reposada de Durrell como el diminuto placer que a veces me permito experimentar en la terraza de mi casa con unos simples altramuces y el tibio sol de este enero que ya se me ha presentado bastante desastroso me hacen reflexionar sobre lo equivocados que estamos en nuestro interés y deseo por llenar cada uno de nuestros minutos de experiencias, sin pensar en que el ejercicio de no hacer nada es a veces igualmente enriquecedor y necesario. Que el aburrimiento en su justa medida y la sana holgazanería suman mucho más que restan; y que, aunque hay que trabajar para vivir por no sé qué culpa milenaria, la misma que ya me condenó a parir con dolor hace casi una treintena, si releemos el Génesis, un texto más recomendable y hermoso que muchos de los que se apilan en las mesas de novedades de cualquier librería, deberíamos pararnos en esa sentencia concreta que nos recuerda algo que tan a menudo se nos olvida o que simplemente, porque somos demasiado vanidosos como para aceptarlo, queremos olvidar: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás» (el subrayado es mío). O, parafraseando a los Monty Python, de cuya sabiduría nadie duda, «Vienes de la nada y a la nada regresas. ¿Qué tienes que perder? ¡Nada!».

Pues eso. Que tal vez emplear un poco más el tiempo en naderías nos termine aportando la paz que nos falta.

Elena Marqués

 

El aburrimiento (sin Lester ni nada)

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