A modo de fábula (por lo de los animales sueltos)
No sé por qué, al ir a escribir estas líneas, me he acordado del título de aquel famoso programa que emitieron en Televisión Española en el que un grupo de ciudadanos anónimos entrevistaba al personaje de turno. Tengo una pregunta para usted se llamaba.
En realidad, yo tengo varias, que es una sola, pero necesito dar un rodeo para completar esta entrada y es lo que voy a hacer. Abra bien los oídos.
Imagínese usted que es una eminencia médica. (Aprovecho ese sintagma que ha aparecido en las redes para recordarnos lo difícil que es extirpar ciertas estructuras de nuestro cerebro). Que se dedica a la cirugía, por ejemplo. Póngase en el caso de que está realizando una complicada operación y se deja caer por allí un celador y le dice qué órgano debe extirpar, fijándose, por ejemplo, en el aspecto que presenta y que a él le parece lamentable cuando es el que tiene que tener. Suponga, si lo prefiere, que ejerce la abogacía, y que yo misma, leyendo sus papeles, decido con mis propios criterios y mi exclusivo sentido común, el único y valiosísimo sentido que poseo, lo que debe hacer en determinadas circunstancias. O, para complicarlo aún más, que trabaja en un empresa de ingeniería y llega un licenciado en Matemáticas, que dice manejar los números, y le corrige la colocación de las estructuras que acaba de situar en el plano. O lo mismo si es usted un arquitecto que construye una clínica para la eminencia médica de antes, y esta, tras mandar al celador a meterse en sus asuntos, le hace ver que la viga que atraviesa el salón no le convence en absoluto y no piensa aceptarla.
Sigamos imaginando por un momento que el gerente del hospital donde trabaja la cirujana (porque en el vídeo del que hablaba antes se referían a una mujer), como la mayoría de los administradores, ocupa un cargo más político que otra cosa y tiene la misma idea de Medicina que yo, que el ingeniero y que el arquitecto, pero prefiere que sea el celador quien termine la operación, y que lo mismo ocurre en el bufete de abogados y soy yo quien decide la multa que debe pagar no sé qué demandado atendiendo a mi intuición o por la antipatía o simpatía que me despierte el individuo, pues no conozco el contenido de una sola ley pero veía de joven Ally McBeal y ahora me he enganchado a Better call Saul, lo cual me da conocimientos suficientes para juzgar cualquier delito o falta.
Sí, sigamos imaginando que esa estructura se repite en el caso del ingeniero, y que los obreros de la construcción escuchan a la eminencia médica, que para eso es quien les paga, y eliminan la viga sin saber que se le terminará cayendo el techo encima a la mujer, aunque qué más da, si tienen un celador en el hospital que a ojo puede decidir cómo abordar cualquier operación porque este a lo que está enganchado es a la serie de Hugh Laurie.
Lo malo es que, desgraciadamente, en la profesión que yo ejerzo, ocurre demasiado a menudo que todos (y todas) saben más que tú, o al menos eso creen; que no tienen en cuenta que la lengua es un sistema tan complejo como un edificio y con vida propia como un cuerpo humano; que conocerla a fondo requiere una dedicación que a mí me ha llevado toda la vida, una carrera de cinco años y la obligación de atender siempre los criterios de quienes saben más que yo, léase, entre otros, los denostados académicos de la Lengua Española aquí y en todos aquellos países donde se habla el mismo idioma, más esas otras autoridades que escriben y hablan como Dios manda; y que, para trabajar donde trabajo, se me exigieron cuatro exámenes y un buen puñado de temas específicos que van más allá de la ortografía (véase la imagen a la derecha), y que, sin embargo, cada dos por tres se te cuestiona el uso de una minúscula (las mayúsculas nunca las discuten: serían felices montándose en ellas como en un trono) o cómo se han de escribir los números ordinales, como si eso fuera una opinión con la que se pudiera estar de acuerdo o no; como si dependiera del gusto particular, igualando esto a la decisión de pintar las paredes de un color u otro.
En fin, que ya son muchas las veces en que me detengo en este alféizar a defender esta hermosa y compleja profesión y quizás sea la última, para no aburriros; pero, mentando por una vez al rey emérito (con minúsculas, claro que sí, a ver quién me lo rebate), termino como empecé, con una nueva pregunta para usted: «¿Por qué no te callas?».
Elena Marqués