Apuntes del natural

Se diría, por el nombre del poemario, que en Apuntes del natural la escritora sotileña Lola Almeyda ha decidido cambiar de armas. Es obvio que no, que sigue empleando la de la palabra. Pero esta vez se le antoja erigirse en creadora y arquitecta; en diosa (aunque «nunca quise ser Dios», pues conoce y teme la soledad de lo divino) que construye e imagina; en pintora (aunque ya lo hizo en El valle inacabado, con su textura de niebla, su resabio de Turner) que, siguiendo (¿o quizás desoyendo?) los consejos de quien conoce de primera mano el acto de enfrentarse a la pureza del lienzo, traza, va trazando, se dedica a trazar, entre dudas y veras, un espacio ideal casi despoblado (son pocos los seres animados que se deslizan por el pueblo que sueña; sin embargo, son varios y desagradables los hombres que atraviesan la realidad) que, como el mismo mundo, no termina nunca de concretarse.

Así debe ser, pues la imaginación en la que vive (la autora, su pueblo inventado; es más, cabría preguntarse de dónde toma apuntes del natural, qué espacios toma de modelo, para concluir que el original va cambiando según los dictados de su corazón y sus fantasías, que no parte de nada previo ni es memoria de qué) no tiene límites, y se transfigura como las nubes en lo ancho del cielo.

De hecho, las divisiones y los subtítulos del poemario, las menciones repetidas a términos del mismo campo semántico («apuntes», «anotaciones», «bocetos», «notas», «planning»), aluden a ese esbozo que es toda creación; esos inicios que aún no se han revestido de afeites, que más tarde habrá que pulir. Que fluyen con repeticiones, paralelismos y anáforas como las canciones populares, como los poemas épicos regalados a las lenguas anónimas del juglar y a los oídos ávidos e ineducados del pueblo. También como las variaciones musicales, que se enrocan en sus acordes y sus fugas y sus ecos, con disonancias y largos calderones, sin vocación de terminar nunca. Como el fluir de conciencia que no siempre sigue el camino recto de la sintaxis y la lógica, sino con el desorden propio del mar en las circunvalaciones entre la caracola y nuestro oído. Nada más coherente, esa conjunción forma-sentido, desde el momento en que la manera de acercarse al pueblo soñado reside en la duermevela y la añoranza de lo que aún no existe.

En efecto, las composiciones, como bien señala la también poeta (y narradora, y dramaturga, y música) Isabel Martín Salinas en su prólogo, se desarrollan en sintagmas que se multiplican y crecen, en amplificaciones y enumeraciones, en rimeros analógicos de palabras que se expanden radiales para ofrecer distintos matices o posibilidades. Que se agitan arrebatados por la inspiración; que se arrebolan en pinceladas impresionistas, separadas y sueltas, pero que en la lejanía se fijan con profundidad en la retina, deslumbran con su luz (no puede ser de otra manera) natural, como natural es su lenguaje, sencillo y concreto. Solo estas piedras, este material sin desbastar, compondrán su edificio poético.

Pero no es la arquitectura, el trazado de las calles y plazas, el adorno de fuentes, el entramado social de bibliotecas, bares, teatros, estatuas, el mismo emplazamiento, perfecto, entre mar y montañas, lo que importa. Lo que sustenta a esta nueva ciudad de la alegría, a esa sociedad utópica, a esa Arcadia y/o Paraíso que se pierde en la noche indefinida de los tiempos, en el sueño prenatal al que aspiramos y(o) volveremos, son sus características morales, la conjunción de voces que habrán de habitarla, la libertad y el futuro que se espera («Un pueblo sin insignias ni banderas, / sin fronteras ni límites ni historia» cuya «única identidad serán las manos de los hombres»). El freno al dolor que debería suponer, la apertura al milagro. La corrección de errores que permite («Es el instante futuro de un soplo de tiempo / que quisiera emplear para borrar la realidad de este presente»). La revolución con respecto a la vida anterior, la rebeldía contra esa persona que se autorretrata y trasparece, con sus esclavitudes domésticas y sus dudas y su hartazgo, tras el yo lírico; una voz que hace de la sinceridad bandera, de la sencillez, la base de su poética.

La poesía es capaz de crear un universo distinto al que vivimos. Es algo que quienes la leemos comprobamos con regocijo, su poder genesíaco, su fecunda capacidad de conceder vida, a través de la palabra, a otros mundos, interiores y/o inventados, tan reales como el que hollamos cada día.

Por eso me gustaría terminar estas observaciones sobre mi lectura de Apuntes al natural con esta verdad indiscutible:

Aunque no sea amor, aunque no sea un pueblo,

aunque sea mentira, es tan real esta Nada que tengo…

 

Elena Marqués

María Dolores Almeyda nació en Sotiel, una pequeña pedanía minera de Calañas (Huelva). Ha publicado, entre otros, el libro de poemas Versos clandestinos (2011); el libro de relatos Algunos van a morir (2012), reeditado en 2017; La casa como un árbol, del que se han hecho varias ediciones (2013); Veintidós estaciones (2015); Instrucciones para cuando anochezca (2016); Pequeños versos furiosos (2016); y El valle inacabado (2017).

 

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