Beernes

En estos tiempos crispados, en que te cruzas con alguien y te saluda directamente con un «pues anda que tú», se hace más necesario que nunca reivindicar el humor. Por eso me declaro hater de aquel fraile de El nombre de la rosa partidario de envenenar a todo el que osara leer el libro de Aristóteles sobre la risa, esa sana y gratificante manifestación de la alegría que a nadie hace daño sino todo lo contrario.

Me doy cuenta, por otro lado, de que humor e inteligencia van unidos. Así que, si lanzas una broma y nadie suelta una carcajada, no es porque no tengas gracia, que también puede ser, ignoro quién pasará por estas líneas, sino porque estás rodeado de necios incapaces de interpretar los textos como no sea ad pedem litterae. Como si la escritura, la creación, no consistiera precisamente en eso, en sacar todo el provecho posible a las fértiles connotaciones del lenguaje.

A eso se añade que reírse de casi todo es una práctica excelente a la que habría que entregarse más a menudo por el bien de la gente cercana, que bastante tiene con sus propios problemas como para tener que estar escuchando los ajenos. Es lo que hace una amiga mía, psiquiatra para más señas, y doy por sentado que algo más sabia que yo en según qué asuntos, cuando se reúne con las coleguillas, seguir el lema de «por hoy, un solo hijo y una sola enfermedad», y ya con eso cada cual cubre el cupo de quejas y pueden pasar a otros temas y a otras risas que no sean meramente nerviosas.

Desde que la escuché estoy intentando aplicar esa consigna en todos mis asuntos. También en la elección de mis lecturas. Qué queréis que os diga. He llegado a cansarme de esa exposición directa del dolor por la que se decanta cierta rama de la novela de autoficción. Para una vez, vale, como muestra, un botón; pero refocilarse en público en el drama raya demasiadas veces el patetismo, y empieza una a echar de menos una trama elaborada donde ocurran cosas fuera de la cabeza del narrador y más allá de los muros de su habitualmente destartalada y triste casa, que parece una metáfora de su propio estado de ánimo. Y el relato que la contiene, una suerte de perdurable terapia. Además, siempre se dice que es más fácil hacer llorar que reír, imagino que porque los mecanismos que apelan a la sensibilidad son más directos y más persuasivos, con lo cual no sé hasta qué punto se desarrolla ahí la labor de decantación y artesanía que lleva consigo todo proceso artístico o la escritura se reduce a un mero vómito de todo lo que a uno lo aflige y/o destartala.

Por otra parte, y ya que me he lanzado, un poco irreflexivamente y sin medir demasiado las consecuencias, a esta lluvia de ideas impopulares, veo que los más sesudos, los intelectuales de toda la vida, consideran que la literatura ha de ser, por definición, seria, que el arte se alimenta de dolor y de conflicto. Pasa también con el cine o el teatro. Un buen drama gana siempre puntos sobre una desternillante comedia, aunque lo segundo haga a la gente mucho más feliz. Las narraciones, desde sus orígenes, nos plantean un héroe enfrentado a sucesivas aventuras/desventuras que ha de vencer para conseguir algo, y si un escritor desea el éxito sabe que un buen argumento de esa índole siempre ganará un elevado número de lectores, y que los hay, muchos, muchos lectores, que demandan largas historias bajo fórmulas cercanas a las del realismo decimonónico, que a mí particularmente me han alimentado y seguirán abasteciéndome de momentos inolvidables entre personajes bien elaborados, ambientación detallada y otros elementos que todos creo que conocemos, incluyendo el componente lacrimógeno. Sin embargo, y ya sé que me diréis que qué facilona soy recurriendo a Gracián, lo breve tiene su gracia (perdón por el involuntario juego de palabras) y su dificultad, pues saber condensar una historia compleja en una pequeña anécdota cotidiana y en el límite de unas pocas líneas es un arte que no está al alcance de cualquiera pero en el que al mirandés afincado entre Sevilla y Cádiz Eduardo Cruz Acillona hemos de reconocerle un puesto de honor.

En Beernes, no sé si el último libro editado por la tristemente desaparecida Triskel, el escritor de allende Despeñaperros nos regala un excelente puñado de microrrelatos que bien podían emplearse, por reunir buena parte de sus ingredientes (finales sorpresivos, interpretaciones ambiguas o múltiples producto de la sugerencia más que de la exposición explícita, precisión lingüística, buenos títulos, que forman, de algún modo, parte de la historia), para impartir un curso sobre el género. De hecho, es posible que varios de ellos los haya utilizado en alguno de los talleres y charlas en los que Eduardo vive inmerso cuando no está escribiendo letrillas de carnaval o dándonos envidia con sus fotos-bodegones instagrameras compuestas, básicamente, por cerveza (está claro que solo ese podía ser el título de este libro) y lecturas ante un mar insultantemente hermoso para los que no nos movemos de la capital. No sé, estoy por preguntarle qué hace para montárselo de esa manera, cuál es el mejor método para vivir del cuento. Quizás, si ahondáramos en algunos de estas microficciones «protagonizadas» por un escritor enfrentado a su quehacer, a esos flashes de intrahistoria, e incluso a las lecturas y conciliábulos librescos en los que, por citas y menciones, se deduce se enreda el autor de esas líneas, podríamos llegar a alguna conclusión que nos animara a cambiar de oficio.

Bueno, pues eso, que en este semanario que corre a la inversa, en este trastoque-cuenta atrás desde un viernes especial hasta el siguiente fin de semana construido por Cruz, encontraremos múltiples escenas en las que lo importante es el punto de vista del narrador y el color del cristal con que se mira, que suelen venir, como las imágenes del Callejón del Gato, «deformadas» por la ironía; secuencias donde utiliza el recurso a la metaliteratura y reflexiona sobre la creación y sus alcances (¿no es la ficción que resulta tan real como el mundo en que malvivimos), temas que suele ser muy del gusto de los escritores (entono el mea culpa, aunque no sé por qué hay que excusarse de esas debilidades); ciertas escenas surrealistas que escapan a las entendederas de nuestros sentidos, otras tantas tragicómicas… Y todo ello con la «ventaja» de la brevedad, que te hace poder disfrutar de reconfortantes pausas literarias mientras te trasladas al puñetero trabajo en autobús, esperando que hierva el agua para echar los macarrones o, por qué no (más bien diría que por qué no sí), tomando una cerveza mientras lees un libro en cuya portada se ven una cerveza y un libro en cuya portada se ven una cerveza y un libro en cuya portada se respira el espíritu lúdico y a la vez profundo y comprometido (el humor es un recurso útil e inteligente para contar ciertos dramas) del beernes, un invento de Cruz Acillona al que deberíamos sumarnos para ser algo más felices.

Elena Marqués

Eduardo Cruz Acillona (Miranda de Ebro) ha publicado, además de este, tres libros de microrrelatos: El final está cerca (Círculo Rojo, 2013), Felicidades por tanto (Ed. Licenciado Vidriera, 2015) y Versiones ejemplares (Enkuadres), y las novelas Cuñados anónimos (LeLibros, 2012) y Morir es relativo (Cazador de Ratas, 2015). Cofundador de la consultoría literaria Tres Pies al Gato, colabora en Estado Crítico reseñando libros.

 

 

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