Ganas de leer. Ganas de vivir
El pasado viernes, 20 de mayo, viví una grata experiencia. La tertulia Nuevo Horizonte de Huelva nos invitó a Generación Aljarafe a una lectura continuada del Quijote. De ese tipo de actos había tenido noticias antes, normalmente coincidiendo con el Día del Libro. Este año, además, en que se conmemoraba el cuarto centenario del universal caballero, era el más adecuado para participar en él.
Como no nos reunimos muchos y el tiempo tiene un límite, la lectura se redujo a apenas unos capítulos, pero quizás los más significativos. Siempre se habla de que los principios son fundamentales para que el que toma un libro quiera continuar. Aparte de encontrarnos ante uno de los más famosos arranques de la literatura («En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…»), escuchamos cómo don Alonso se alimentaba de duelos y quebrantos, que yo misma he cocinado alguna vez en su homenaje; cómo se pertrechaba de armas y rocín; cómo se presentaba ante una venta y las risas que su figura, con la celada medio atada con cintajos, provocaba a las «damas»; cómo, de regreso a casa en busca de quien le sirviera de escudero, «desfacía» su primer entuerto liberando de los azotes al criado de un labrador.
Y allí, entre las voces que se sucedían al atril, se me abría la sonrisa ante el afán de lecturas de nuestro hidalgo, de quien se dice que «llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto que vendió muchas hanegas de sembradura para comprar libros de caballería en que leer» y perder el juicio, que es a veces el mejor modo de pasar por esta vida, aunque pocos terminemos por hacernos caballeros andantes y deslindemos (todavía) fantasía de ficción, razón de locura, molinos de gigantes.
Pero si disfruté del acto no solo fue por escuchar de nuevo las frases rimbombantes rememorando el estilo de Amadís («Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos» solo para decir que amanecía); o expresiones desusadas, tales como «dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido», que nuestro héroe confunde con nobles damas; o los versos (cuántos son los que salpican esta obra donde todos los géneros se reúnen) con que se dirige a las mujeres («nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera don Quijote cuando de su aldea vino»); o descripciones tan acertadas y concisas de las que ya quisiéramos más de uno apropiarnos («hombre que por ser muy gordo era muy pacífico»), sino porque el camino de vuelta lo hice con ganas de volver a tomar entre mis manos mi Quijote, edición de Francisco Rico, y continuar con su lectura, y, luego de ella, con otras novelas de don Miguel, a quien nunca se le rendirá suficiente homenaje.
Yo, que he recorrido ese «lugar de cuyo nombre no quiero acordarme» que los estudiosos localizan en Villanueva de los Infantes, en cuya iglesia de San Andrés descansa otro grande de la literatura española tras pasar sus postreros días en la celda de Santo Domingo y escribir en ella sus últimos versos («Ya formidable y espantoso suena / dentro del corazón el postrer día; / y la última hora, negra y fría, / se acerca, de temor y sombras llena...», Quevedo dixit); que he entrado en la casa del caballero del verde gabán y temblado ante la cruz que anuncia a la Santa Inquisición, me siento cada día más orgullosa de esta lengua y sus frutos, de su prolijidad y su fortaleza, de sus viajes más allá del Atlántico, de las palabras que trajeron los galeones bajo sus toldillas (canoas para navegar; aguacates, nopales y tapioca para la mesa; caimanes, jejenes e iguanas para espantar a los niños), y, por qué no, responsable de que se conserve y siga viva para escribir los versos más tristes esta noche y disfrutar de la llegada de las golondrinas y aguardar la lluvia de Macondo como quien espera el día.
Y, por supuesto, no me arrepentiré nunca de haber estudiado una carrera que tantos menosprecian; esa que me ha permitido conocer el origen de ciertos topónimos, cómo pronunciar correctamente un texto del siglo xv y averiguar, por su etimología, el significado de términos extraños. Cosas seguramente inútiles, pero que me hacen muy feliz, que es de lo que se trata. Y, por encima de todo, que me brinda los mecanismos para disfrutar de la lectura en profundidad, de la que nunca se sale como se entró, aunque lo que se reciba a veces sean mandobles y puñadas, pero también la esperanza de nuevos episodios.
«No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura…»
Vale.
Elena Marqués