Los últimos pasos de John Keats

«Aquí yace uno / cuyo nombre estaba escrito en el agua» Con estas palabras del epitafio de John Keats, fallecido prematuramente a la edad de 27 años, comienza esta obra de Ángel Silvelo Gabriel. Qué mejor modo de empezar un libro que por el final y con la verdad por delante. Todos hemos de descansar (quizá, como el poeta, bajo una tumba cubierta de margaritas), y nuestros nombres se borrarán en el agua cuando las ondas del tiempo nos sumerjan bajo su superficie de olvido. John Keats viajó de Inglaterra a Roma con el propósito de seguir en la vida, de sanar de su enfermedad, de disfrutar del arte y la belleza de la ciudad más hermosa de la tierra. Asistido por el doctor James Clark y arropado por el pintor y amigo Joseph Severn, dialoga consigo mismo en sus últimos tres meses de dolor desde el sol esperanzado del principio («La luz se torna azul, como si de repente todo hubiera dejado de ser real y mis sentidos acabasen perdidos dentro de uno de mis sueños», p- 23) hasta la oscuridad del silencio de la muerte («La luz del día se apaga lentamente en mis pupilas», p. 209). Para el poeta de la belleza, a la que identifica con la verdad, los frágiles sentidos no lo son todo, y por eso emprende el vuelo continuo de la imaginación. Se hace pájaro, ruiseñor. Escapa en el sueño para alcanzar a Fanny, su querida niña; para recordar un pasado corto entre prados verdes y poemas; para imaginar una unión con ella que jamás podrá producirse; para volver los ojos a sus hermanos y amigos más queridos, a los que no volverá a ver, de quienes se despide. Y Ángel Silvelo confunde su voz con la del moribundo con el mayor de los respetos y el gran conocimiento conseguido en sus años de adoración por este poeta de la melancolía imposible. El resultado en una prosa poética que se expande como una vagarosa niebla en que se confunden las palabras de uno y de otro, la sangre de la garganta del moribundo con las lágrimas del autor al observar impotente su lenta y desesperada consunción. Fuera de esa antesala de la muerte del n.º 26 de la Piazza di Spagna, solo una escalinata que sube a Trinitá dei Monti o más allá, al cielo por el que navega cuando ya no puede escribir. Y abajo, la fontana de la Barcaccia de Bernini, varada en una cuarentena perpetua como el barco que lo llevó hasta Nápoles, que lo zarandeó en el canal de la Mancha quién sabe si para prevenirlo. Aguas de bautismo y de muerte, fluir del Tevere en la neblina del amanecer en su viaje al mar, que es el morir. Pero John Keats muere mucho antes, cuando la fiebre lo priva de la escritura y solo puede escuchar las lecturas de su amigo; cuando sustituye sus paseos a los jardines del Pincio o al cercano café Greco por unas sábanas sudadas y un hilo metálico de sangre y el recuerdo incompleto de un amor ya imposible. La desesperación lo hace tambalearse. A veces quiere tenerla a su lado y en otras ocasiones la deja volar en su futuro propio. Da instrucciones para su tumba. Se rebela. Piensa en los edificios y la belleza que ya no puede ver. Cavila sobre el tiempo. Es consciente de que los árboles y las flores, en su frágil aroma, seguirán respirando bajo la bóveda del cielo cuando él ya no esté. Todo el sufrimiento de saberse ante la muerte se desangra también ante nosotros, hasta que la aceptación lo invade y al fin lo pacifica. Porque la muerte es lo mejor que puede ocurrirle. El viaje por la agonía termina en el silencio de la tranquilidad y en la carta de su desconsolado amigo trasladando su pérdida. Pero, como también recordara Cortázar (qué insigne traductor para el poeta), «Él había murmurado un día: "Pienso que después de mi muerte estaré entre los poetas ingleses"». Y así es, porque quien escribió esos poemas y esas cartas, quién convocó al sueño en estos términos («Oh, dulcísimo sueño, si así te place, cierra, / en medio de tu canto, mis ojos anhelantes, / o aguarda el "así sea", hasta que tu amapola / derrame sobre mi lecho los dones de tu arrullo») no merece que su nombre desfallezca en el agua. Elena Marqués Ángel Silvelo Gabriel (Piedralaves, Ávila, 1964) es funcionario de carrera del Cuerpo de Gestión de la Administración Civil del Estado y autor de las novelas Fragmentos (Primer Premio Certamen Cultural URCJ 2001), Dejando pasar el tiempo (Editorial Vision Net Editores 2012), y de la recopilación de microrrelatos Luces detrás de ti (Amazon, 2012). Algunos de sus relatos cortos han sido publicados en varias antologías. Es colaborador de la revista cultural www.civiNova.com y colabora en el portal www.escritores.org, en la web www.canal-literatura.com, en la plataforma www.paperblog.com y en la revista Terral.

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Que el manejo de la brevedad es un don lo estoy comprobando en estos días. Y que la concentración poética solo puede ser beneficiosa para un texto como este. Es admirable la forma de encerrar, en unos pocos términos bien elegidos, todo un universo; de describir, por ejemplo, con cuatro pinceladas...
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Hace poco, en una charla con cuentistas de la talla de Andrés Neuman, Antonio Ortuño, Eloy Tizón y José Ovejero, alguno de los asistentes se interesó por la fórmula para trabajar un libro de relatos, si estos podían ser independientes o era recomendable (aunque nunca hay reglas, eso está claro)...
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«Entiendo mis libros como parte de un esfuerzo centenario por explicar el país en el que vivo», comenta Del Molino en su introducción a Contra la España vacía. Muchas vidas le harían falta al escritor y periodista aragonés para poner algo en claro. Aunque pienso que en este último ensayo disipa...
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