El mar, el mar

Me sumerjo en El mar, el mar tras la lectura de un breve y subjetivo prólogo de Álvaro Pombo en el que nos explica su descubrimiento de Iris Murdoch y, por medio de su obra, de la realidad de su país. Algo que puede resultar extraño no solo porque conocer la realidad a través de la ficción apunta a cierta paradoja, sino porque precisamente el protagonista de este diario, o de estas memorias, o como quiera uno denominar este libro inclasificable, casa a la perfección con un pasaje de T. S. Eliot que recoge Pombo en sus palabras preliminares: «el género humano no puede soportar demasiada realidad».

La de Charles Arrowby, hombre proclive a negarla, o a inventarla, o simplemente a manipularla llevado por su desmedida imaginación, es narrada desde la primera persona en un tono confesional y un estilo fluido e hipnótico. Como el mar que se encarga de describirnos tantas veces, especialmente al inicio del libro, en el que vaga de una idea a otra como una barca a la deriva. La cuestión es que, una vez empezada su lectura, se hace imposible abandonarla.

Dividido en siete partes más un post scriptum, comienza con un capítulo denominado «La prehistoria» que parece más bien un final de trayecto. No solo porque el célebre autor y director de teatro protagonista de la narración cuente cómo se retira a un lugar solitario donde el tiempo parece detenido en un estadio primigenio (faltan elementos esenciales de la civilización, como la luz o el vino), una especie de caverna platónica en el fin del mundo, que, además, se llama Shruff End (algunos lugareños lo traducirían por «negro acabamiento». Ahí queda eso, como una fea premonición), por cuya pared irán desfilando todos sus demonios del pasado (¿qué anuncia, si no, esa visión del monstruo marino que aparece al principio del libro?), sino por la modulación poética, casi elegíaca, que emplea en sus inicios, plagado de bellas y detalladas descripciones del entorno, tan vívidas y perfectas que nos sentimos incluidos en el paisaje, en aquel abrupto y remoto espacio frente a un mar con vida propia, intenso e infinito, que nos recuerda de manera inevitable su simbología en relación con la muerte. De hecho, alguna provocará. Pero no adelantemos acontecimientos.

Resultan muy interesantes, o al menos lo son para mí, los continuos elementos autorreferenciales al hecho de la escritura y a su proceso natural en una simultaneidad que se hace presente a través de nuestra lectura. Pero, por encima de todo, la conciencia de un yo que medita sobre su vida («ahora los principales acontecimientos de mi vida han pasado y lo único que me queda es “recordar en tranquilidad”») y nos ofrece su visión del mundo; que reflexiona sobre asuntos tan interesantes, tan humanamente filosóficos, en suma, como la brevedad de la fama, el egoísmo, la vanidad, la falsedad, el arrepentimiento, el autoengaño, la envidia, los celos, la obsesión, el amor, y ese engañoso sucedáneo del enamoramiento.

He de confesar que, en algún punto, cuando empieza a desfilar el resto de personajes de la historia, buena parte de ellos pertenecientes al ¿falso? mundo del teatro, me ha parecido entrever cierta artificiosidad, como si fueran convocados a escena en el momento justo para intercalar una especie de comedia de enredo en medio de una trama dramática (así es la vida, al fin y al cabo). Aunque, teniendo en cuenta la profesión de Arrowby, que se nos hace odioso por ser tan real, arrogante y contradictorio, tan egocéntrico y hedonista (aportan su toque las muchas descripciones de las comidas que elabora, y el placer que le deparan), tan ciego a la verdad (quizás por ello nos termine despertando algo semejante a la compasión), ese posible artificio cobra sentido. De hecho, sus decisiones para con Hartley y Titus, así como sus misivas a Lizzie, son las de un tirano que impone su voluntad y sus condiciones y desoye los deseos y el criterio de los demás, como si estos no fueran más que elementos de la tramoya puestos ahí para que él, como un moderno deus ex machina, mueva los hilos a su antojo.

No quisiera pasar por alto la descripción de las relaciones familiares y humanas de Charles Arrowby, absolutamente creíbles, desde su amor incondicional por su padre, la percepción de las diferencias con respecto a la suerte económica del tío Abel (para nuestro protagonista, el éxito es, o fue, una batalla importante), el carácter severo de su madre, los sucesivos amoríos, que hace y deshace sin atender a los daños colaterales ni considerar los sentimientos ajenos… Y, por supuesto, el espacio concedido al primo James, con quien establece una verosímil relación de amor-odio y que juega, a la postre, un papel importantísimo en su vida, en su transformación moral, en la escritura de este libro hecho para perdurar como esa forzada pasión revivida por su primer amor (la descripción física y psicológica del ser en que se ha convertido llega a resultar patética) que no es, en realidad, sino un enamoramiento de la propia juventud, un deseo de no morir, de permanecer en la eterna y feliz estación primaveral justo cuando parecía haber llegado a la aceptada paz del invierno, con sus inocentes y placenteras tareas domésticas de pura supervivencia. A la serenidad del mar, el mar...

Elena Marqués

Iris Murdoch  (Dublín, 1919-Oxford, 1999), escritora y filósofa, es conocida sobre todo por sus intensas y extrañas novelas. Es autora, entre otras, de Bajo la red (1954; Impedimenta, 2018), El unicornio (1963; Impedimenta, 2014), El hijo de las palabras (1975; Ultramar, 1978) y Monjas y soldados (1980; Impedimenta, 2019). Con El mar, el mar obtuvo el Booker Prize en 1978.

 

El mar, el mar

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