La forastera

Que la protagonista de la narración va a ser una mujer enfrentada a un problema (¿les parece poco la lucha por la supervivencia?) ya lo anuncia el título. Su historia, la historia de Angie, es narrada en primera persona, en un expresivo presente[1] en el que la acompañamos sin darnos cuenta. Con un ritmo excelente y un estilo a veces seco pero a la vez poético (las metáforas, los símiles, aunque medidos, son de extraordinaria belleza), desnudo de adjetivos (estos prácticamente solo sirven para darnos el color), con frases cortas como brochazos que dejan entrever su carácter, es como se nos dan a conocer su día a día y sus recuerdos. Por ellos accedemos a su relación, en Londres, con el amor y la muerte; por ellos nos enteramos de una historia familiar que irá remontando hacia el pasado. Un pasado oscuro que parece no tener salida.

Ambientada en un pueblo de Córdoba cuyo nombre no se pronuncia pero que representa a tantos otros lugares malditos, la novela se inicia con el suicidio de un terrateniente de la comarca. Ese hecho, brutal no solo en sí mismo, sino por lo que tiene de repetición y de rito (hay una tradición suicida por la zona, y, en este caso, una coincidencia de fechas que da que pensar), desencadena los acontecimientos y hace crecer los obstáculos, siguiendo el patrón de la novela clásica, donde deben existir un conflicto y un héroe capaz de vencerlos (aunque aquí no hay héroes, al menos lo que se entiende por ellos).

Y el conflicto no es solo el intento de expulsar a Angie, la emigrada que, tras su paso por la ciudad[2] y por otras muertes cercanas (la del padre, la del amor), retorna a un espacio que le es hostil, en el que no es bien recibida, sino la investigación de sus raíces, que es algo que suele doler porque el pasado es una herida que para algunos no termina de cerrarse. O que deja sus cicatrices mucho más allá de la piel. Y así, rodeado de fantasmas, resulta imposible estar en paz.

La lucha, pues, de la protagonista por defender sus fueros, su tierra («i fought the law and the law won», llega a sonar, como un presagio, al principio del libro), su independencia, su identidad, tras vencer el miedo a caer en la llamada de la sangre en un entorno donde el abandono parece convertirse en la única salida, deviene así el centro de la trama. Y, si bien es Angie el punto más importante del relato y al final de él sentimos que la conocemos a la perfección, no abandona Merino a los secundarios, más fuerzas opuestas que coadyuvantes, en una caracterización que nos hace verlos en su egoísta simpleza unos, en su desequilibrio otros, en su deseo de encontrar una patria los que quizás nunca la tendrán.

Y, por supuesto, en una novela que podría calificarse de neorrural, aunque tiene, asimismo, mucho de sociológica y de política (a través de ella conocemos un mundo que se extingue, o que se mantiene incólume anclado a sus supersticiones y comportamientos) y la crítica la ha asimilado al género cinematográfico del western, la naturaleza cobra también un importante protagonismo, especialmente gracias a los términos empleados para describirla, algunos absolutamente desconocidos para mí, pero que evocan una aridez y una dureza acordes a los acontecimientos que se narran. Como si ese ancho y desabrido paisaje, esa nueva Comala claustrofóbica (sí, también flota Rulfo en el ambiente), determinara las conductas y la pulsión de muerte, los eternos enfrentamientos familiares y la ocultación de la verdad. Incluso la locura. Aunque yo, en el caso de Angie, no la veo por ningún lado por mucho que sus enemigos (para qué vamos a llamarlos de otro modo) le concedan ese marchamo.

Por último, y ya que he nombrado el western, he de decir que la escena final me recuerda a un fotograma de una película que no nombraré pero que me hace pronunciarme aquí sobre el carácter cinematográfico de esta historia presidida por la luz (¿influencia, quizá, de aquel pintor de Londres que la hace fijarse en el color, sobre el que tanto conoce?) y el polvo de las trochas, por las vívidas descripciones (porque otra protagonista indiscutible en esta historia es el lenguaje, de una riqueza y una belleza increíbles, que se desarrolla en una prosa envidiable y contenida que ya quisiéramos muchos), por la presencia, también, del cuerpo, con su sangre y su cansancio y su realismo y su ausencia absoluta de idealización.

En fin, yo he de decir que, a pesar de sus trescientas páginas, la novela se me ha hecho corta. Que creo que aún daría más de sí. Que no me hubiera importado seguir adentrándome en ese interior lleno de desesperada lucidez que trae consigo, entre otras cosas, la cincuentena (en estos momentos tengo la misma edad que la protagonista, aunque a mí eso se me pasará, mientras a ella la recordaremos siempre en ese punto indefenso del horizonte; creo que ese elemento en común también me ha servido para adentrarme en la historia); en esa alma entre la espada y la pared que lo tiene todo perdido de antemano pero que saca fuerzas de donde no las hay porque Angie es la mejor definición de luchadora que puede uno encontrarse. Ese enfrentamiento en soledad a sus monstruos, pues hasta la compañía de los dos inmigrantes (no podían ser otra cosa, sino desterrados como ella misma, una representación más del desarraigo) y la fidelidad de sus perros desaparecen cuando más falta le hace, la convierten en una heroína con todas las de la ley, a la que le deseo, en su andar literario, la mejor de las suertes.

Elena Marqués

Olga Merino (Barcelona, 1965), licenciada en Ciencias de la Información, realizó un máster especializado en Historia y Literatura Latinoamericana en el Reino Unido. Trabajó como corresponsal para El Periódico de Catalunya en Moscú, y colabora aún con este medio publicando crónicas culturales y artículos de opinión. En lo literario, Merino debutó en 1999 con la novela Cenizas rojas. Cinco años después salió a la luz su segunda obra, Espuelas de papel. Con su relato Las normas son las normas recibió el Vargas Llosa NH.  

 



[1] Al fin y al cabo, allí, «el tiempo lleva siglos encharcado en un presente eterno en el que cada momento es idéntico al siguiente» (p. 36).

[2] Aunque en Barcelona vivía en el extrarradio, lo que no deja de ser un espacio fronterizo.

 

La forastera

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